El viernes fui a ver una obra

Se llamaba The White Card. Es una obra escrita por Claudia Rankine, quien es la misma autora del libro Citizen. La dirigió Diane Paulus bajo la dramaturgia de P. Carl. ¿Le suenan absolutamente desconocidos todos esos nombres? Para mí también lo eran, hasta que leí Citizen y tuve una mejor idea de la línea de Rankine. Desde un punto de vista literario, el libro Citizen aborda de manera efectiva la temática del racismo hacia la población negra de los Estados Unidos a raíz de los eventos más llamativos en las últimas dos décadas. Es un libro extremadamente rápido de leer, con textos tan cortos como un párrafo de 5 líneas, por ejemplo.

Aquí se los dejo, por cualquier cosa: Citizen Libro en PDF

El libro se vincula a imágenes de diverses artistas visuales y forma parte de un proyecto más grande que su publicación. Como tal, se han creado eventos de lectura sobre el libro, pero también esta obra. Bautizada a nombre de Rankine, la obra realmente lleva un trabajo de dramaturgia paralelo por parte de Carl. Por aquí ya deberíamos ir asimilando cómo el trabajo literario de la mano con el arte visual y el teatral pueden, efectivamente, resultar en una gama muy amplia de manifestaciones artísticas alrededor de una misma temática e idea. Pero la cosa es un poquito más brillante que eso.

El viernes en la noche llegué al Paramount Theater en el centro de Boston con un cierto nivel de estrés. Las presas en hora pico son igualmente vastas que las de la Aurora, cualquier rotonda o el casco central costarricense. La diferencia quizás tiene que ver con las múltiples rutas disponibles para evadir la hora pico en esta ciudad gringa, pero el estrés de estar aún en tránsito a 15 minutos de función para alguien que anhela poder ir al teatro es el mismo en Estocolmo o Nairobi que en camino al Montes de Oca o al Torres, he descubierto. No obstante, gracias a la merced de los tíxs de Jimena, llegué el viernes a un teatro que queda justo en el centro de uno de los sectores turísticos prominentes de Boston. En realidad, el teatro mismo ha sido catalogado oficialmente como un punto de atracción bostoniano. La excusa para tan sólo entrar es suficiente.

 
Me encuentro en una sala de espera con alfombras un poco menos coloridas que el brillo dorado que sale de los detalles de puertas y escaleras. Hay vino y cerveza a la venta con unas papitas en bolsita que no se pueden meter al espacio. Mi hambre tendrá que esperar tras función de alguna manera. A la izquierda, un hombre escanea mi tiquete con un lector de barras antes de permitirme pasar a un pasadizo que culmina en una habitación absolutamente blanca. El único recuerdo que tengo de un escenario tal me lleva al montaje de Ruhl que estrenó Abya Yala en el Teatro Universitario hace unos años. La cuestión es distinta. Rankine hace mención, como uno de los puntos más impactantes en su libro Citizen, a la cantidad de veces en que Serena Williams perdió la calma (si fue de manera justificada o injustificada está por verse en la cabeza de cada quién) durante el US Open y otros eventos de tennis de primera categoría. Digo de primera porque van vinculados también a esa clase, pero esos son pensamientos para colar en algún otro momento.

El escenario es una franja de 2 metros de ancho por lo más unos 10 de largo. Ese espacio toma el centro del lugar mientras la audiencia se acomoda a cada lado. Un grupo del lado izquierdo de donde entro, hacia donde me debo dirigir a mi silla numerada, y otro al lado opuesto. El partido de Serena se proyecta sobre público en las paredes de fondo mientras el audio de ese partido corre a un volumen imposible de ignorar. De un extremo del escenario a otro hay, en orden correspondiente, un cuadro que cuelga de una pared, un carrito de vinos y bebidas con copas y botellas, un sillón blanco sin respaldar hecho quizás de cuero o quizás de cuerina, una mesa de vidrio como mesa de centro, dos sillas al otro lado de la mesa y un cuadro que remata la imagen al otro extremo del espacio. Entre el video bin que aún muestra a Serena jugando sobre las cabezas de la gente y lo que he descrito antes, no queda nada más que un público que se va incomodando mientras se acomoda para esperar a que empiece la cosa.

Primera escena: una mujer blanca, su esposo y un curador de arte - todes igualmente blancxs - dan las circunstancias. Sin mayor poder concebible dentro de sus capacidades monetarias, el trío tratará de convencer a una artista negra que les venda una pieza de arte. No tarda mucho en hacer su entrada por el mismo lugar que público la única mujer negra que veremos a lo largo de 90 minutos. Como una guerrera en tiempos medievales, le toca a esta mujer sola defender su raza. Sí, su raza. Tras ella, el útimo personaje en hacer su entrada viene de un muchacho blanco con cabello rubio a lo sumo en sus 20s que hará el papel de hijo.

¿De qué vale la obra?

El Paramount Theater queda a escasos 15 a 20 minutos en transporte de Cambridge. Si Harvard no ha tomado por completo el área de Cambridge del cual hablo, está en sus mejores esfuerzos por hacerlo. En esta ciudad se centran 35 universidades, muchas privadas y, de nuevo, también de "primera categoría." Lo anterior hace de esta ciudad una sociedad con una actividad intelectual muy pasada por una primordialidad blanca.

The White Card tuvo los bríos de posicionarse en uno de los lugares más categóricos de la ciudad para hablar sobre el racismo a manos, precisamente, de la gente que le habita. La obra sencillamente no para, línea tras otra, de tirar en cara de quien especta precisamente lo que nadie se atrevería a decir delante de una persona de éstas. Con Pinot Noir y botella de Champagne tras otra, con un menú de entrada, plato fuerte y postre tan peculiar como el que visto en las mejores cenas en casa, es imposible pensar que quien mira no se vea reflejade en lo que ve. El vestuario quizás, me preguntaba yo, ¿venía de las tiendas de Newbury directamente? O ¿pudieron hacer una réplica del vestuario de cuanta gente he visto caminando por estas calles como si salir de una revista fuera tan sencillo cotidianamente?

En Estados Unidos, las personas negras son encarceladas en porcentajes absurdamente mayores a cualquier otro grupo minoritario en este territorio. 34% de los hombres en las cárceles son negros, lo cual equivale aproximadamente a 700 mil hombres más que la población total de San José. Mientras tanto, las mujeres negras son doblemente más frecuentemente encarceladas que las mujeres blancas. Como si no fuera suficiente, la población menor de edad también resulta, en la práctica, encarcelada en un 35% de su totalidad. Estos datos, de igual forma, no tienen relevancia alguna - por alarmantes que resultan - con la crisis identitaria que significa la experiencia de la existencia negra de una persona en estos territorios. Y la cantidad de homicidios y otras muertes que todo este choque racial significa.

De nuevo, ¿por qué resulta tan brillante The White Card, entonces?

Una vez fui a una conferencia en la Universidad Véritas en donde una mujer, cuyo nombre he olvidado, me enseñó para siempre sobre "la importancia de las obras en su contexto". No es sólo importante el valor de una obra desde un punto de vista estético o técnico, sino la relevancia que tiene, también, en su contexto. En una sociedad donde la blancura ha compuesto un exorbitante privilegio, una obra de teatro viene a sacudirles de su espacio. No sólo vemos a un personaje negro que permite la identificación de personas que han sido marginadas sistémicamente, sino una persona blanca que no comprende, en lo más mínimo, las maneras en que su privilegio - por letrado que sea - compone más de lo que dijera proteger. Dentro de tanta educación y arte, aún el más pudiente se pierde de comprender las maneras en las que utiliza un sistema a su conveniente favor. El hijo de esta pareja permite una crítica clara para quienes, como yo, quisieran creer que su activismo académico les exime de formar parte de la misma problemática contra la cual combaten. Por medio de un texto absolutamente atrevido, la obra acierta tremendamente en ser directa al punto de mover más que una fibra en muchos agentes.

Como si no fuese alcance suficiente, además ejerce lo que muches discutimos en la teoría. Tras el final de la obra, el segundo acto se refiere a un espacio de diálogo con la audiencia. En cuestión de 20 minutos, se dedican 8 a una discusión en grupos de 3 o 4 personas y 12min a comentarios abiertos. Encima, una tercer medida se encarga de establecer un punto de acción. Con un lapicito y una tarjeta, se invita a que la gente plasme por escrito su compromiso consigo misme y esta sociedad en la que vivimos tras salir por la puerta de nuevo a las calles. ¿Qué más les hizo falta? Es decir, ¿no siguieron el manual completo? Logré, al menos, escuchar respuestas más íntimas en la cena que me devoré al ser casi las 11 de la noche. Este punto de acción de la cartita personal que pensamos teóricamente que tanto beneficiaría al teatro resulta no ser tan eficiente según la mirada de un público tan vivo como cualquiera. "Es una salida fácil," dice una chica, "para sentir que en la tarjeta dejé aquello que la obra me revoca."

No soy negra y me lo han dejado muy claro últimamente. Pero sí soy minoría en muchos aspectos y la obra logró capas de significación que atacan, aunque no sutilmente, hacia una reactivación necesaria de nuestra participación ciudadana. Pude escuchar a un hombre de Cape Cod decir que revisaría sus privilegios, tanto como a una mujer a mi lado que me decía poder verse escuchando a su hijo enfrentarle tal como lo hizo el chico de la obra. Me siento negra cuando me habla como si fuera yo necesariamente una identidad alterna a la mujer negra de la obra. Pero soy latina, soy mujer y buscaba ir al teatro con mi esposa - nada más que eso. Inevitablemente significo cuando camino por estas calles ante tanta blancura que me rodea. Y que alguien tenga las agallas para pararse en un teatro, tomar fondos de miles de miles de dólares para decir: "Su blancura no está bien. Cambie" sin ton ni son al hacerlo, resulta en un teatro vivo, de bríos, pero enorme talento. Es un teatro con agallas, con una inteligencia brillantísima en lo que hace y que, no por ser confrontativo, deja de ser menos artístico. Al contrario, se convierte en un arte que significa. Un arte, si se quisiera llamarlo de alguna manera, multi-dimensionalmente completo. Aunque las actuaciones se vean tan contraproducentemente tranzadas por una dicción tan falsa, como la mayoría del resto del teatro gringo al que me he expuesto.

Mi pregunta ahora es ¿cómo hago yo para hacer de lo mío algo parecido? Digo, si lo que tuviera fuese a Fabricio y la calle de la amargura a mis espaldas, ¿por dónde comienzo? Es triste saber que no tendré un equipo de profesionales al punto que cada actor tiene 3 sustitutos a su puesto. No tengo un equipo de vestuaristas, técnicos de iluminación, de sonido, de proyección, un escenógrafo y un grupo de producción con asistentes de su propia rama todes trabajando a la vez en un mismo proyecto. Un director con asistentes y un equipo a cargo de casting cada uno con su debida titulación y trayectoria en lo que hacen pensando a la vez sobre un mismo proyecto. Quizás yo no lo tenga jamás, pero sé que hay gente que lo tiene. ¿Tendrán una lista, también, de al menos 4 páginas de donadores constantes que dan entre $500 a $100, 000 cada uno para estas producciones? ¿Un público que asiste constantemente al teatro gracias a los pases anuales o un espacio a su disposición constantemente? Porque tener herramientas de creación vale tanto o más que la noche de estreno o temporada. No sé si yo viva mucho tiempo más en un pueblo donde las escuelas de arte trabajan en conjunto con el sector público y privado para hacer de toda esta experiencia no sólo un arte significativo, sino un negocio que lucra considerablemente. Y no sé que nunca haya salido maravillada como lo hice con The White Card por lo que he visto cuando he estado ante producciones igualmente "grandes". Nada de eso importa, decimos. A veces importa más de lo que creemos. Pero mientras un aspirante a ministro ataca la posibilidad de la culturalidad artística en comparación con un concierto de heavy metal, al menos me permito disfrutar haber visto algo antenoche que tenga las agallas para sacudir el mismo privilegio que le subvenciona. No sabría qué más decir, por ahora, que eso.

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